miércoles, 11 de septiembre de 2013

La montaña



La naturaleza, caprichosa en su azar, nos brinda la oportunidad de dejar a un lado nuestros maltrechos vehículos y sacar la canóa.

Aprovechando las inclemencias metereológicas he rescatado este texto de  Elisée Reclus de las profundidades de intenet, extraido de su libro "La Montaña". Un libro escrito en la cárcel para aquellos que en su vida iban a ver, precisamente, la montaña.

Hijo de un pastor protestante y de una maestra y el segundo mayor de doce hermanos, tuvo que trabajar desde pequeño. Posteriormente cursaría estudios en la universidad protestante de Montauban.

Para Elisée Reclus, siguiendo a Rosseau, la auténtica armonía humana se halla en la obediencia a las leyes de la naturaleza. La autoridad y el Estado rompen esa armonía, que sólo era posible recuperar en una sociedad anarquista, donde el poder haya desaparecido.

En consecuencia, el papel de la geografía, como ciencia que estudia la relación del hombre y la mujer con su medio, es el de educar a la humanidad en el conocimiento de la realidad, de sus contradicciones y rupturas de equilibrio, para lograr una transformación profunda de la sociedad en sintonía con las leyes de la naturaleza.

Durante su exilio tras el estallido revolucionario en Francia viajó por diversos países, donde intentó fundar una colonia anarquista en la actual Colombia. De esta última experiencia surgió su obra "Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta", para posteriormente regresar en 1857 a Francia, totalmente arruinado. Entonces Europa despertaba con los levantamientos de Garibaldi, la abolición de la servidumbre en Rusia y la abolición de la esclavitud en Estados Unidos.

Contrariamente a lo sucedido en Francia, la obra de Elisée Reclus experimentó una enorme difusión en España. Las obras obtuvieron una gran aceptación popular y el reconocimiento de la comunidad científica, a pesar de su posterior olvido por parte de la geografía oficial francesa.


LA MONTAÑA
El asilo



Encontrábame triste, cansado de la vida; el destino me había tratado con dureza, arrebatándome seres queridos, frustrando mis proyectos, aniquilando mis esperanzas; hombres a quienes llamaba yo amigos, se habían vuelto contra mí al verme luchar con la desgracia: toda la humanidad, con el combate de sus intereses y sus pasiones desencadenadas, me causaban horror.

Quería escaparme a toda costa para morir o para recobrar mis fuerzas y la tranquilidad de mi espíritu en la soledad.

Sin saber fijamente adónde dirigía mis pasos, salí de la ruidosa ciudad y caminé hacia las altas montañas, cuyo dentado perfíl vislumbraba en los límites del horizonte...
 
 
 


Andaba de frente, siguiendo los atajos y deteniéndome al anochecer en apartadas hospederías. Estremecíame el sonido de una voz humana o de unos pasos, pero cuando seguía en solitario mi camino, oía con placer melancólico el canto de los pájaros, el murmullo de los ríos y los mil rumores que surgen de los grandes bosques.

Al fin, recorriendo siempre al azar caminos y senderos, llegué a la entrada del primer desfiladero de la montaña. El ancho llano rayado por los surcos se detenía bruscamente al pie de las rocas y de las pendientes sombreadas por castaños.

Las elevadas cumbres azules columbradas en lontananza habían desaparecido tras las cimas menos altas, pero más próximas. El río, que más abajo se extendía en vasta sabana rizándose sobre las guijas, corría a un lado, rápido e inclinado, entre rocas lisas y revestidas de musgo negruzco.

Sobre cada orilla, un ribazo, primer contrafuerte del monte, erguía sus escarpaduras y sotenía sobre su cabeza las ruinas de una gran torre, que fue en otros tiempos guarda del valle.

 

Sentíame encerrado entre ambos muros; había dejado la región de las grandes ciudades, del humo y del ruido; quedaban detrás mis enemigos y amigos falsos.

Por primera vez, después de mucho tiempo, experimenté un movimiento de verdadera alegría. Mi paso se hizo más rápido, mi mirada adquirió mayor seguridad.  Me detuve para respirar, con mayor voluptuosidad el aire puro que bajaba de la montaña.

En aquel país ya no había carreteras cubiertas de guijarros, de polvo o de lodo; ya había dejado la llanura baja, ya estaba en la montaña que era libre aún.

Una vereda trazada por los pasos de cabras y pastores se separaba del sendero más ancho que sigue el fondo del valle y sube oblicuamente por el costado de las alturas. Tal es el camino que emprendo para estar bien seguro de encontrarme solo al fin. Elevándome a cada paso, veo disminuir el tamaño de los hombres que pasan por el sendero del fondo. 

Aldeas y pueblos están medio ocultos por su propio humo, niebla de un gris azulado que se arrastra lentamente por las alturas y se desgarra por el camino en los linderos del bosque. En su cima aparecía ahumada cabaña, y a su alrededor pacían las ovejas en las pendientes.



Un perro primero, y después un pastor, me acogieron amistosamente...

Él me hizo conocer la montaña donde pacían sus rebaños y en cuya base había nacido. Me dijo el nombre de las plantas, me enseñó las rocas donde se encontraban cristales y piedras raras, me acompañó a las cornisas vertiginosas de los abismos para indicarme los mejores caminos en los pasos difíciles. Desde lo alto de la cima me mostraba los valles, me trazaba el curso de los torrentes y después, de regreso en nuestra cabaña ahumada me contaba la historia del país y las leyendas locales.

Solicitado así por el doble interŕes que me inspiraba el amor a la naturaleza y la simpatía por mi semejante, intenté conocer la vida presente y la historia pasada de la montaña en que vivíamos, como parásitos en la epidermis de un elefante.

Estudié la masa enorme de las rocas con que está constuida en las fragosidades del terreno, que según los puntos de vista, las horas y las estaciones le dan una gran variedad de aspectos, ora graciosos, ora terribles.

La estudié en sus nieves, en sus hielos y en los meteoros que la combaten, en las plantas y en los animales que habitan en su superficie. Procuré comprender también lo que había sido la montaña en la poesía y en la historia de las naciones, el papel que había representado en los movimientos de los pueblos y en los progresos de la humanidad.

Lo que aprendí lo debo a las colaboraciones del pastor y también, para decirlo todo, a la del insecto que se arrastrara, a la de la mariposa y a la del pájaro cantor.

Si no hubiera pasado largas horas echado en la hierba, mirando o escuchando a tales seres, hermanillos míos, quizá no habría comprendido tan bien cuánta es la vida de esta gran tierra que lleva en su seno a todos los infinitamente pequeños y los transporta con nosotros por el espacio insondable.


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